4 de diciembre de 2014
ALEISA FISHMAN:
Después de varias décadas de dictar clases para niños en escuelas, a los 80 años, Margit Meissner decidió que era hora de escribir un libro sobre su experiencia como sobreviviente del Holocausto. Durante los 12 años que transcurrieron desde entonces, ha compartido su historia con muchos visitantes del Museo Conmemorativo del Holocausto de los Estados Unidos, donde actualmente trabaja como guía voluntaria. Como la gran maestra que es, Meissner es la anfitriona de una innovadora iniciativa de mensajes de texto que insta a los jóvenes a participar en las exposiciones del museo desde sus teléfonos celulares.
Bienvenidos a Voces sobre el antisemitismo, una serie de podcast del Museo Conmemorativo del Holocausto de los Estados Unidos que es posible gracias al generoso apoyo de la Oliver and Elizabeth Stanton Foundation. Soy Aleisa Fishman. Cada mes, tenemos un invitado que reflexiona sobre las muchas maneras en que el antisemitismo y el odio influencian nuestro mundo en la actualidad. Con ustedes, la voz de la sobreviviente del Holocausto Margit Meissner.
MARGIT MEISSNER:
Nací en Innsbruck, Austria; era la menor de cuatro hermanos y la única hija mujer de una familia judía bastante próspera y bien integrada. Mi familia se mudó a Praga cuando yo tenía apenas unos meses, así que, en realidad, nunca viví en Austria, aunque tenía el pasaporte austríaco. Nuestra casa era muy formal: teníamos mayordomo, empleadas domésticas, modista y chofer. Mi infancia fue muy agradable.
Austria fue anexada en 1938, y, como yo era austríaca, mi madre pensó que no era seguro que permaneciera en Praga. Entonces, decidimos que yo iría a París, porque no había duda de lo que les estaba sucediendo a los judíos en Alemania: perdían todas sus pertenencias. Si teníamos que emigrar, lo cual no estaba claro, íbamos a ser pobres, y si era pobre, tendría que trabajar para autosustentarme. Para ganarme la vida, tendría que hacerme modista. Mi madre encontró una familia francesa que se haría cargo de mí. Yo cursaba el décimo grado, y las personas le decían a mi madre: “Estás loca. ¿Por qué enviarás a tu hija a otro país?”. Aun así, ella no cambió de opinión.
Cuando comenzó la guerra, en seguida fue evidente que Francia no se podía defender sola. Al final, el día anterior a la entrada de los alemanes en París, me compré una bicicleta con el dinero que mi madre me había dejado y me fui de allí en bicicleta, de forma bastante caótica, justo un día antes de que llegaran los alemanes. Tenía miedo y no sabía si estaba haciendo lo correcto. No sabía adónde me dirigía. Sin embargo, nunca dejé de pedalear. Tenía una pequeña maleta con ropa interior para cambiarme, dos croissants de chocolate y mis notas sobre confección. Eso era todo lo que llevaba conmigo.
Una vez que terminó la guerra, vine a Alemania con mi esposo. Me sentía profundamente angustiada por lo que había visto de Alemania en términos de destrucción. Como yo había trabajado en la Oficina de Información de Guerra durante la Segunda Guerra Mundial, siempre había estado en contacto con las últimas novedades sobre la guerra. Me entusiasmé con la noticia de que Dresde había desaparecido debido a los bombardeos y Núremberg estaba completamente destruida. Cuando fui a ver con mis propios ojos, no era cierto. Esto era muy preocupante; se podía ver cómo morían los ciudadanos y no tenían nada para comer. Fue muy difícil para mí, a nivel emocional, encontrar un poco de equilibrio entre esos dos sentimientos. Entonces, sentí que tenía que hacer algo al respecto y conseguí un empleo en el ejército estadounidense de ocupación para reeducar a los jóvenes alemanes.
El Programa de Actividades para los Jóvenes Alemanes era dirigido, principalmente, por soldados. Los soldados jugaban al básquetbol con los niños y les daban Coca-Cola. Eso no parecía una reeducación. Por eso inicié un programa educativo democrático. Creía que era muy sofisticado, pero fue un fracaso total. Había niñas que venían después de la escuela porque el ambiente era acogedor y no tenían otro lugar adonde ir ni nada que comer. Para ellas, venir a un lugar acogedor era un placer. Comenzaron a escucharme y siempre me decían: “Sí, señora”. Es todo lo que decían. Cuando lograron sentir un poco más de confianza, decían: “Lo único que Hitler hizo mal fue perder la guerra”. Eso era todo lo que sabían. Tengo que decir que estas niñas eran muy ignorantes y venían de pueblos pequeños. Es decir, lo que les sucedía a los judíos no tenía importancia para ellas. Para esas niñas, el hecho de que Hitler había perdido la guerra implicaba una catástrofe, porque ellas habían perdido a sus padres y hermanos, así como sus estilos de vida y sus casas, y estaban intentando sobrevivir. Cuando yo venía con mis ideas sofisticadas sobre las libertades y esa clase de cosas, se sentaban a escucharme en silencio y no demostraban mayor interés. Al fin y al cabo, cuando reflexiono al respecto, quizá la idea de los soldados de usar el básquetbol y la Coca-Cola era mejor.
En definitiva, mi intento por reeducar a los alemanes no fue para nada exitoso, pero me sirvió para reeducarme a mí misma. Realmente empecé a entender la diferencia entre cómo afecta a las personas el hecho de crecer en un sistema totalitario frente a uno democrático. El odio había estado allí prácticamente desde la leche materna, porque todas las declaraciones oficiales eran antisemitas. Creo que muchas personas jamás habían conocido a un judío. Aun así, odiaban a los judíos porque eso era lo que se suponía que debían hacer. Lo mismo ocurría en Francia, el pueblo era muy antisemita. El antisemitismo era omnipresente en esa época, estaba dondequiera que uno fuera, y en Alemania más que en cualquier parte; lo único que cambiaba eran los dirigentes.
ALEISA FISHMAN:
Si bien Margit siente que su experiencia con la reeducación de los jóvenes de la época de Hitler fue inútil, aun así dedicó su vida a trabajar con los niños: al principio, como maestra de escuela; ahora, como guía del museo.
MARGIT MEISSNER:
Me entusiasma mucho trabajar con los jóvenes porque puedo inspirar en ellos la seguridad de que son capaces de adoptar un rol activo en la sociedad. Tal vez no puedan cambiar al mundo; sin embargo, si son testigos de injusticias, violencia, prejuicios y antisemitismo en sus comunidades, tienen que involucrarse. No pueden hacer caso omiso de lo que ocurre a su alrededor. No pueden decir: “Lo que yo haga no importa”. Considero que el lema “Lo que haces importa” es fundamental. Por eso sigo dedicándome a este trabajo.
ALEISA FISHMAN:
El padre de Margit falleció antes de la guerra. Su madre y sus tres hermanos sobrevivieron al Holocausto, a pesar de que la guerra los separó en términos geográficos: la familia tuvo que desperdigarse por España, Australia, Canadá y Estados Unidos. Margit espera con ansia la próxima reunión de familia extendida en Fiyi.