Detrás de cada nombre, una historia es un proyecto del Centro de Recursos para Sobrevivientes y Víctimas del Holocausto (Holocaust Survivors and Victims Resource Center) del Museo. El proyecto web consiste en ensayos que describen las experiencias de sobrevivientes durante el Holocausto.
Historia de Agnes
Mi nombre es Agnes Gertrude (mi apellido de soltera, Mendelovits) y nací en Budapest, Hungría, el 3 de marzo de 1933.
Hasta el 19 de marzo de 1944, mi vida era la típica vida de cualquier niña judía de clase media y familia moderna y ortodoxa. Vivía con mi familia extendida que incluía a mi padre, mi madre y mi hermano Vilmos (dos años mayor que yo); mi abuela Helen, mi tío Albert, su esposa Olga y su hija Marika (dos años menor que yo); mi tía Alice y mi tío Vili; todos parientes por el lado de mi madre.
Éramos una familia de comerciantes. Mi padre y mis tíos tenían una tienda mayorista de tintura de anilina en la ciudad. En 1940, nos mudamos a un apartamento lindo y grande que no estaba en un barrio judío. Los niños no estábamos al tanto de nada de lo que sucedía, ni siquiera de la Segunda Guerra Mundial. Durante el verano, Marika y yo visitábamos a los abuelos de ella en Nagyszollos, en los Montes Cárpatos. (Primero quisiera explicar algunos parentescos de mi familia. Los padres de Marika eran primos hermanos, así que la abuela que vivía en Nagyszollos era la hermana de mi abuela. Mis padres se conocieron al comienzo de la adolescencia, cuando el padre de mi padre era viudo con tres hijos y la madre de mi madre era viuda con cuatro hijos).
El 19 de marzo de 1944, un amigo nos avisó por teléfono que el ejército alemán estaba en Budapest. Todos los adultos de nuestra familia se pusieron nerviosos y recuerdo que yo pensaba: “¿Por qué están tan alterados?”. Yo tenía once años.
Poco después, se dictaron decretos que obligaban a los judíos a mudarse al ghetto, a entregar todas sus joyas y a cerrar sus negocios. Debimos abandonar nuestro hermoso apartamento y mudarnos al de mi tía Alice, en el ghetto. Ella ya se había casado y tenía un bebé. Nos mudamos, con todos los muebles y enseres de nuestro hogar. Recuerdo muy bien cómo mi madre, de pie cerca de la ventana de la sala de estar en nuestro apartamento, lloraba mientras miraba hacia fuera y veía la llovizna caer sobre nuestros muebles amontonados en un carro sin techo.
En el apartamento del ghetto, apilamos todos nuestros muebles, uno sobre otro, incluido mi piano. Sin embargo, antes de dar vuelta el piano, mi madre me pidió que tocara “Para Elisa”, a lo que accedí de mala gana.
Aquel verano en el ghetto, restringieron los horarios en los que teníamos permitido estar en la calle. Los asaltos aéreos ingleses y estadounidenses se hicieron cotidianos. A mí me aterraban.
Había muchos rumores de deportación y, finalmente, se hicieron realidad. Recuerdo que mi familia recibió una postal de un pariente que había sido deportado de una zona rural.
Para comprender mejor el tamaño de mi familia, baste decir que mi abuela Helen tenía once hermanos, todos vivos en ese momento y todos casados con varios hijos cada uno. Siete de sus hermanos y hermanas, junto con sus cónyuges y la mayoría de sus hijos, fueron deportados desde una zona rural a Auschwitz, donde fueron asesinados. También se llevaron y asesinaron a dos hermanos de mi padre.
El 15 de octubre de 1944, se produjo un cambio en la conducción del gobierno húngaro y Horthy, el gobernador de Hungría, fue reemplazado por Szalasi, líder del partido húngaro Nyilas Kereszt. Casi de inmediato, automóviles con altavoces circularon por las calles del ghetto, ordenando a los judíos que cerraran todas las ventanas y persianas. Mi madre se dio cuenta de que la redada era inminente, así que nos hizo poner toda la ropa posible. Mientras esperábamos que nos llevaran, mi abuela horneó pancitos para que tuviéramos. Mi madre estaba preocupada porque no sabía si mi padre, quien estaba en un campo de trabajo, podría escapar para estar con nosotros.
A la tarde seguíamos esperando cuando, de repente, el primo de mi madre apareció en el apartamento con unos hombres que dijeron que podrían sacarnos del ghetto. Primero, llevaron a mi tía Alice y a su bebé a la casa de una mujer cristiana que era una buena amiga de nuestra familia. Luego volvieron y nos sacaron de la casa hacia la calle, simulando que nos llevaban a cuarteles nazis.
Siempre recordaré lo que vi cuando salimos. En el medio de la calle, reunían a una fila larga y negra de judíos. Mientras esto ocurría, había una extraña tranquilidad en el ambiente.
Mi joven tío Vili, que estaba con nosotros, tenía muchos amigos cristianos y decidimos ver si alguno de ellos nos ocultaría, por lo menos durante un tiempo. Finalmente llegamos a la lavandería (una tintorería) de Matyas Frohlich, que estaba junto a nuestra tienda. Sin dudarlo, él y su esposa nos alojaron y nos permitieron quedarnos en una pequeña habitación que estaba sobre la lavandería. Era el 15 de octubre de 1944. Todo esto sucedió el día en que cambió el líder del gobierno.
Pronto pudimos mudarnos al sótano de una tienda de muebles, ubicada al lado de la lavandería. Para diciembre de 1944, había alrededor de 55 a 60 judíos escondidos en aquel sótano. Las 60 personas eran familiares, amigos y desconocidos que habían vivido en el ghetto. Mi padre ya estaba con nosotros, pues había podido escapar del campo de trabajo. Las condiciones de vida eran duras. La comida escaseaba, la higiene no existía, y se escuchaban constantemente bombardeos y cañonazos. El ejército ruso se aproximaba a la ciudad y había peleas en cada cuadra.
Una noche, tuvimos miedo cuando se abrió la puerta que conectaba el sótano con el apartamento. En esa época, la mayoría de los habitantes de la ciudad vivían en los sótanos para protegerse de los bombardeos. Alguien miró hacia adentro y nos vio, pero se alejó. Ante tal situación de riesgo, mi madre me dijo que iban a descubrirnos, que yo debía decir que no era judía y que éramos refugiados de la afueras de la ciudad, donde estaban los rusos, y que mi padre servía en el ejército húngaro. También me dijo que debía decirles un nombre que no sonara judío.
Fuimos descubiertos temprano en la mañana del 17 de enero de 1945. Abrieron de par en par la puerta de nuestro escondite. Hicieron algunos disparos y los nazis nos llevaron a la calle. La calle se llamaba Varmegye Utca. Era muy angosta, y mi madre y yo estábamos al principio de la fila. Mi padre estaba al final y corrió hacia nosotros con abrigos en la mano, pero mi hermano lo detuvo y se escondieron debajo de unos muebles tirados. Otras personas también se escondieron en el sótano o dentro de muebles, pero, por la tarde, volvieron algunos nazis que ametrallaron el lugar y mataron a varias personas que estaban escondidas. Un nazi con una linterna se aproximó a la mesa debajo de la cual estaban escondidos mi hermano y mi padre. Mi padre besó a mi hermano y sacó la cabeza para ser él quien muriera con el primer disparo. Sin embargo, la linterna se apagó justo antes de que el nazi los viera, y se alejó.
Mi madre y yo, junto con otras 25 personas aproximadamente, habíamos estado en fila contra la pared en la calle Varmegye Utca, y los nazis comenzaron a disparar, al azar. Un joven nazi, mientras intentaba disparar a los judíos con un arma demasiado grande para él, gritaba: “Ustedes, judíos, mataron a Jesús y ahora yo los mato a ustedes en su nombre”. Varias personas resultaron heridas, incluida mi tía Olga (la madre de Marika).
Luego nos amontonaron nuevamente y nos hicieron marchar a los cuarteles locales, que estaban en la calle Varoshaz Utca al 14. Durante la marcha, mi tía Olga, junto con Marika, se metieron por una puerta abierta de un apartamento y se las ingeniaron para escapar.
Cuando llegamos a los cuarteles, nos llevaron a una habitación pequeña y nos ordenaron desvestirnos. Las mujeres tenían que quedarse en enaguas y calzones, y quitarse los zapatos. Recogieron todas las carteras. Separaron a las mujeres de los hombres y cada grupo formó filas en lados opuestos de la habitación, mirando a la pared y con las manos en alto. Sin embargo, antes de todo esto, sucedió algo extraño. Mientras me desvestía, una mujer llamada Haj Lujza (y apodada “Csopi”, que significa diminuta en húngaro) notó que yo llevaba pantalones de montar, como ella. Me preguntó mi nombre y, recordando lo que mi madre me había dicho, respondí con un nombre “cristiano” y le dije que no era judía. Ella me creyó, y nos ordenó a mi madre y a mí que fuéramos al pasillo y esperáramos allí. Mientras esperábamos, un oficial alemán me tomó entre las rodillas y comenzó a preguntarme dónde había ido a la escuela, etc. Yo respondí con el nombre de una escuela cristiana. Sin embargo, no me creyó, me dio una bofetada muy fuerte y nos envió de vuelta a la habitación. “Csopi” se acercó y me dijo que estaba muy decepcionada porque le había mentido.
Mi madre y yo nos desvestimos y nos formamos contra la pared. Aunque estábamos de espaldas a la habitación, podíamos escuchar e incluso ver un poco lo que sucedía. Por ejemplo, una de las mujeres, la señora Teller, fue herida en el brazo en la primera la redada y los nazis le pusieron vendas. Una joven llamada Danziger Eva, que tenía alrededor de 18 años y era amiga de nuestra familia, fue llevada afuera y cuando regresó a la habitación, parecía estar aturdida. En la frente tenía escrita la palabra zsido (judía, en húngaro) y parecía haber sido escrita con sangre. A un hombre lo obligaron a comer su propio excremento. A mi tía Alice la golpearon salvajemente, la insultaron y la hicieron bailar desnuda mientras nosotros tuvimos que entonar una canción popular titulada “Nincs Kegyelem” (Sin piedad).
Mientras esto sucedía, gritaban que la guerra, el bombardeo, etc., todo era culpa de los judíos. Mi tía Alice, aunque había recibido una golpiza salvaje, les respondió a los gritos que todo era responsabilidad de ellos y de su accionar. Por alguna razón desconocida para nosotros, la mujer a cargo, Haj Lujza, la dejó ir y a Alice la llevaron de nuevo al lugar de donde la habían sacado.
Mientras tanto, mi abuela Helen, debido a su edad y salud, había podido conseguir documentos cristianos y vivía en el mismo edificio con los cristianos que nos habían escondido. En la redada de la mañana, Alice había entregado su bebé a la madre de ella, mi abuela Helen. Helen tuvo al bebé todo el día, simulando que no tenía ninguna conexión con él. Por la tarde, mi tía Alice regresó al sótano, cuando los nazis la escoltaron hasta allí nuevamente. Cuando Alice vio a su madre, Helen, no pudo decirle nada, por miedo a ponerla en peligro a ella y al bebé. Aquel día, mi abuela Helen debe haberlo pasado peor que todos nosotros, pues se llevaron sus dos hijas, su hijo y tres nietos, junto con varios yernos, sobrinas, sobrinos y su hermana. Ella no sabía si estaban vivos o muertos, y Alice no podía avisarle.
Esa tarde en los cuarteles nazis, se llevaron de 15 a 20 hombres judíos, y cuando los nazis regresaron a nuestra habitación, anunciaron en voz alta y con orgullo que ahora los judíos le estaban dando la mano a San Pedro.
Durante todo ese día, mi madre me repetía que todos debíamos morir en algún momento y que nuestro momento había llegado. Su espíritu se había quebrantado, porque no sabía qué había sucedido con su hijo, su esposo, sus hermanos y con los otros miembros de su familia, y había visto cómo golpeaban salvajemente a su hermana.
Cuando llegó la tarde, nos ordenaron marchar hacia la calle y nos comunicaron que nos llevarían al ghetto. Sin embargo, en lugar de hacernos marchar hacia el ghetto, nos formaron con mucho cuidado contra la pared del ayuntamiento en la calle Gerlocy Utca. Formamos la fila de tal modo que nadie podía cubrir a otra persona, y comenzaron a disparar. Mi madre fue asesinada inmediatamente y yo recibí un tiro en el hombro. Me di vuelta y les grité que no era judía, que no me dispararan. Sin embargo, me dispararon nuevamente de cerca y me hirieron en la zona de la cadera. Caí al suelo, agarrándome el estómago. Alguien se acercó y me miró, pero siguió caminando. El tiroteo continuó. Escuché cómo les gritaban a las víctimas: “¿Alguien quiere un tiro de gracia?”. Una niña, de unos nueve años, lo pidió y lo recibió.
Mientras continuaban los disparos, y dado que estaba al final de una fila de aproximadamente 25 personas, me levanté y me alejé corriendo. Corrí a la siguiente calle. Debido a que en esa área había habido combates intensos de la guerra, la calle estaba cubierta con escombros. La única luz era la luz de la luna y las personas se escondían en sótanos para escapar de las bombas. Vi una pequeña luz proveniente de un sótano, golpeé la puerta y me dejaron entrar. Les dije que era judía y que mi madre acababa de morir asesinada. Solo llevaba un calzón, un suéter y zapatos (tenía puesta más ropa que los otros, pero esa es otra historia). Me dieron un trago de alcohol, me limpiaron y debatieron qué harían conmigo. Decidieron alojarme esa noche, pero me entregarían a los nazis la mañana siguiente. Cuando llegó la mañana, el 18 de enero de 1945, el ejército ruso había llegado a nuestra zona de Budapest, y los alemanes se habían ido.
Ese mismo día, un hombre se aproximó a mí en el sótano y me dijo que era un judío de Viena y que me ayudaría a encontrar a mis familiares. Fue a nuestro escondite, y encontró a mi padre y a mi hermano. Ellos, a su vez, encontraron el cuerpo de mi madre. Faltaban dos meses para que yo cumpliera doce años.
Tardé mucho en recuperarme de las heridas, pero, con el tiempo, la vida parecía seguir.
Fuimos de Hungría en 1949 y vivimos en París durante casi dos años. En 1950, a la edad de diecisiete años, me casé con mi primo, que vivía en los Estados Unidos, y pude venir a Miami y asistir a la escuela secundaria Miami Beach Senior. En 1951, el Miami Herald realizó un concurso de ensayos para los estudiantes de secundaria del condado de Dade, en Florida. Participé en el concurso y escribí un ensayo de dos páginas sobre los hechos ocurridos el 17 de enero de 1945. El Miami Herald me otorgó un Certificado al Mérito, y me aplaudieron de pie en el auditorio del colegio cuando recibí el premio. Sin embargo, nadie (ni el personal del Miami Herald, ni mis maestros, ni ninguno de los estudiantes) me preguntó si mi ensayo era verídico ni me pidieron más información sobre lo que había sucedido. Hasta el día de hoy, no entiendo la falta de reacción.
Para mí, la tragedia del Holocausto se resume en mis sentimientos después de la muerte de mi madre: tuvimos suerte porque, de todos mis familiares directos, solo perdimos a mi madre. Aún así, siento que la muerte o el asesinato causado por el odio o el prejuicio de cualquier persona también puede denominarse un “holocausto”.
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