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Detrás de cada nombre, una historia es un proyecto del Centro de Recursos para Sobrevivientes y Víctimas del Holocausto (Holocaust Survivors and Victims Resource Center) del Museo. El proyecto web consiste en ensayos que describen las experiencias de sobrevivientes durante el Holocausto.

La Historia de Haya: MARIUS

Marius fue el único ser con humanidad que conocí durante los terribles días de la deportación. Un día que nevaba, en noviembre de 1944 en Auschwitz (yo tenía 19 años), nos juntaron y nos metieron nuevamente en vagones de tren: 80 muchachas en un vagón con capacidad para ocho caballos, y nos despacharon (no sabíamos adónde, por supuesto). Antes de eso, en el campo querían tomarnos una muestra de sangre a cambio de un vaso de leche, pero nos retiramos al punto más lejano del koja (galpón de un piso con cuchetas triples) y no caímos en la trampa. Habían venido a los kojas durante tres días consecutivos, pero Kati (una ex compañera del colegio que también estaba en Auschwitz) y yo nos íbamos para atrás para que no nos encontraran. Salimos de allí solo cuando tuvimos que subir al tren.

Tras pasar hambre durante días, llegamos a nuestro destino desconocido y nos hicieron bajar del tren. Estaba oscuro y nevaba intensamente. Vimos luces a lo lejos y, a pesar de la oscuridad, nos dimos cuenta de que estábamos en las montañas. Nos hicieron marchar hacia una fábrica enorme, escoltados por los soldados de las SS y sus perros sanguinarios. Nos ubicaron en el ático, donde había unas camas cuchetas. Desde ese momento, esa sería nuestra vivienda. Era un lugar agradable y cálido, y un grupo de personas que estaban allí desde hacía un tiempo nos dijeron que estábamos en un pequeño pueblo llamado Oberhohenelbe, en los Sudetes. Trabajábamos con los civiles en la fábrica. Era un campo de concentración modelo, es decir, uno de esos campos que mostraban a la Cruz Roja para probar al mundo que a los judíos se les asignaban tareas civiles y no se los hacía trabajar para el ejército alemán (a la Cruz Roja no le mostraban lugares como Auschwitz o los crematorios, eso es seguro). Esa misma tarde, eligieron a algunas de nosotras para trabajar en el turno de noche en otra fábrica del pueblo. El resto se unió al grupo de la fábrica donde nos alojaron. En la otra fábrica de Hohenelbe (un pueblo cercano), solo se trabajaba de noche. Nosotras, las recién llegadas, relevamos a la mayoría de las personas que trabajaban allí.

Denise, una mujer judía francesa de alrededor de 35 años, me dio su abrigo y me dijo que no lo necesitaría más porque la habían asignado a la fábrica de más abajo en el turno de día. Le agradecí el abrigo. Luego Denise me susurró al oído: “Si ves a Marius, salúdalo de nuestra parte. No hables con los otros franceses”.

Se marchó apresuradamente, para que los soldados de las SS no nos vieran hablar. El abrigo de Denise fue realmente útil; sin él, me habría congelado. Pero lo que me preocupada eran los zapatos. Seguía usando los dos zapatos izquierdos grandes que había recibido en Auschwitz y tenía que arrastrar los pies para que no se salieran. Durante el turno de noche, solamente trabajan con nosotros unos cuantos civiles, pero eran muy cordiales. Por supuesto, estaba prohibido hablar, así que solo podían darnos órdenes. Escuchábamos atentamente las explicaciones lacónicas que Grete, de Bratislava, nos traducía del alemán. Ella hablaba muy bien ese idioma. Si recuerdo bien, yo hacía ánodos y cátodos. Grete escuchó que trabajábamos en la fábrica de Lorenz haciendo piezas de aviones. Se llevaba bien con una trabajadora civil de más edad a quien llamábamos Tanti (tía). Una vez, Tanti se las ingenió para esconder un periódico y gracias a eso nos enteramos de que las tropas alemanas planeaban retirarse. Llevamos el periódico clandestinamente a nuestro campo: lo doblamos y lo pusimos en mis zapatos, que eran suficientemente grandes. Los soldados de las SS se habían acostumbrado a verme caminar mal siempre, así que pude sacar el periódico sin que se dieran cuenta.

“¿Bueno, conociste a Marius?”, me preguntó Denise una mañana durante el Zellappell (el acto de pasar lista). Negué con la cabeza: “No, ni siquiera sé quién es”.

Una noche, se me rompió la máquina y le avisé a Tanti de inmediato. “Siéntate, la repararán en un minuto”, me dijo. Efectivamente, unos minutos después, apareció un joven delgado de cabello negro (de unos 20 años), vestido con un overol azul oscuro. Se deslizó debajo de la máquina y me miró de un modo extraño. Dijo algo entre dientes, pero no entendí. Sacó un gran destornillador del bolsillo y comenzó a silbar alegremente. “Un segundo —pensé—. La canción de la Carmañola… Tengo muy poco oído musical, pero a eso lo reconozco”. Sonreí y el muchacho pareció alegrarse mucho.

Desde debajo de la máquina, me preguntó en voz baja si yo hablaba francés. Asentí con la cabeza. “Pide permiso para ir al baño. Yo te seguiré en uno o dos minutos y nos encontraremos arriba”. Yo tenía mucho miedo porque no nos permitían hablar con los prisioneros franceses. Si Pauline o Claudette pedían permiso para ir al baño, el soldado de las SS, junto con el perro, siempre iban con ellas y esperaban hasta que salieran, porque eran judías francesas. Sin embargo, nunca me siguió a mí, porque yo hablaba alemán y, por lo tanto, no era sospechosa. Como si fuera un sueño, fui a pedirle permiso al soldado de las SS para ir al baño de damas. Hizo un gesto de aprobación para que fuera sola. Ingresé tambaleándome en el pasillo oscuro. Subí las escaleras hacia el primer piso. En el pasillo había muchas puertas; caminé en silencio y aterrorizada.

Alguien dio un portazo en el primer piso. Escuché pasos fuertes y luego, de nuevo un silencio total. El corazón me latía tan rápido que las piernas parecían estar hechas de plomo. Estaba de pie en penumbras en el pasillo que llevaba al baño, como si estuviera hipnotizada; el tiempo parecía interminable; otras puertas se cerraban de un golpe; yo estaba muerta de miedo. Parecía una eternidad y no veía la hora de volver al salón. Otra puerta se abrió y finalmente, el muchacho apareció: “Soy Marius, mucho gusto. ¿Cómo están Denise y Ella? Salúdalas de mi parte”.

“Marius —le dije con una voz casi inaudible—. ¿Qué sucederá con nosotros si la guerra termina? Los alemanes seguramente nos matarán porque somos judíos. Estoy segura de que tienen una cámara de gas en el sótano”.

Marius me miró, sin entender de qué le estaba hablando; no tenía la menor idea. “Nos encontraremos mañana. Voy a averiguar eso”, me dijo, y se fue silbando mientras bajaba las escaleras.

Por la mañana, le susurré a Denise que Marius le mandaba saludos y también a Ella, a quien no podía darle el mensaje porque no la conocía. Denise me la señaló. Ella era una muchacha transilvana, con hermoso cabello rubio y grandes ojos azules. “Marius te manda saludos”, le susurré y se le enrojecieron un poco las mejillas rosas.

“Dile que pienso en él”.

“Se lo diré esta noche”, y me fui apurada para el Zellappel.

Por la noche, tomé el abrigo de Denise y volví con el pequeño grupo a la fábrica de Lorenz. Hacia la medianoche, escuché la canción de la Carmañola de nuevo, y vi que Marius cruzaba el salón y me hacía señas con los ojos. Me dirigí al guardia y le pedí permiso para ir al baño. Aún confiado, me dejó ir sola. Marius esperaba en el pasillo en penumbras.

“Ella y Denise piensan en ti”, le dije. “Yo también”, respondió Marius. “Averigüé que aquí no hay cámaras de gas, ni en tu campo ni en el área. Pronto seremos libres”. Se fue silbando.

Después de eso, nos encontramos tres veces por semana y cuando se me rompió la máquina nuevamente y vino a arreglarla, me susurró que el día siguiente traería muchos chocolates, que en realidad eran vitaminas que yo debía distribuir: la mitad para los once miembros de nuestro grupo, y la otra mitad para mí y Ella. Nos encontramos al día siguiente.

“¿Dónde conseguiste las pastillas?”, le pregunté.

“Me metí en la farmacia de la fábrica”.

Le agradecí su amabilidad y le pregunté si podía dibujarnos un mapa aproximado de dónde estábamos. Las muchachas querían tener un mapa para saber qué camino tomar si alguna vez teníamos la posibilidad de escapar.

“Estaremos juntos. Nos liberarán al mismo tiempo. Los franceses tienen armas, así que no te preocupes. Las protegeremos”, dijo, y se fue silbando. Me parecía que no solo robaba, sino que también mentía, para darnos esperanzas. Ciertamente esperábamos lo mejor. La Tanti de Grete también insinuó algo. Dijo que el ejército alemán estaba cerca y que lo iban a reestructurar.

Por la mañana, volví al campo con dos bolsas de vitaminas. Conté las pastillas y las distribuí como Marius me había dicho: la mitad para el grupo y la otra mitad para nosotras dos. Al día siguiente, se las di a Ella y a las otras muchachas. Estábamos muy contentas de recibir las vitaminas, especialmente yo, porque Kati estaba llena de llagas debido a la falta de vitaminas. La médica del campo le puso vendas de papel en el brazo porque no había vendas de tela. La médica tenía un pequeño consultorio donde se quedaban los pacientes con fiebre. Las muchachas recibían medicamentos de los trabajadores civiles checos, que a veces nos ayudaban en secreto. Ellos también tenían mucha necesidad de alimento y medicamentos.

La médica y Denise limpiaban el pequeño consultorio. La médica era una cálida mujer de Zagreb. Era increíble: hasta obtenía medicamentos de los superiores alemanes. En el pequeño consultorio no solo recuperábamos la salud, sino que también encontrábamos consuelo espiritual. Allí nos enterábamos de todas las novedades, y esta médica nos alentaba y nos llenaba el corazón de esperanzas.

Yo siempre tenía los ojos irritados por trabajar de noche, así que iba al consultorio todas las mañanas para que me tratara. Mi ración diaria eran dos gotas de medicamento en los ojos y muchas gotas de esperanza en el corazón. Le llevaba los periódicos a la médica porque ella era la única que tenía tiempo de leerlos discretamente. Ella también recibía contenta los regalos de Marius y yo le daba con gusto algunas de mis vitaminas para que las usara en el consultorio. Le daba el resto a Kati en pequeñas dosis, exactamente como la médica me decía.

Aquella noche le informé a Marius que Ella estaba contenta por las vitaminas y también de escuchar que él pensaba en ella. “¿Y el mapa?”, le pregunté. Pero no esperé la respuesta porque escuché pasos que se acercaban y Marius se fue silbando.

Durante el recreo de 10 minutos, una muchacha irritada se acercó hasta mí, en representación de algunos del grupo de los once y me devolvió las vitaminas. “¿Qué es esto? ¿Qué sucedió?”, le pregunté.

“No las queremos. Son pastillas del diablo”.

“¿De qué diablo estás hablando? Marius las robó de la farmacia”.

“No le creas. Nos dio estas pastillas para que nosotras también nos enamoremos de él, como Ella”.

Intenté convencerlas de que las cosas no eran así, que ese tipo de dulces solo existían en los cuentos de hadas y que debían tomar las vitaminas... pero todo fue en vano. Por la mañana, le conté a la médica lo que había pasado. Nos reímos mucho y coincidimos en que algunos pueblos recónditos de donde provenían estas muchachas todavía vivían en la Edad Media. Le di a la médica las vitaminas que me había devuelto la muchacha; eran muy útiles en el consultorio. Naturalmente, a Marius no le dije ni una palabra de esto.

Recién volví a encontrarlo unas dos semanas después. “¡Oye!”, me dijo, y dejó caer una pequeña bola de papel que inmediatamente escondí en el taco de uno de mis zapatos. Por la mañana, en el consultorio, después de que me pusieron gotas en los ojos, saqué el papel y me di cuenta de que era un mapa aproximado del área. La ciudad grande más cercana era Dresden y nosotros estábamos en la parte occidental de los Sudetes, en Hohenelbe. Marius firmó el papel con la palabra Esperance (esperanza).

Pasó mucho tiempo hasta que apareció nuevamente, y le agradecí por el mapa y por la esperanza que nos daba. Mientras tanto, Ella y las otras muchachas continuaban preguntándome por Marius cada mañana y me di cuenta de que, increíblemente, no lo había visto en diez días.

Una mañana, después de que la médica me puso las gotas en los ojos, me dijo: “Las muchachas dicen que no le das los mensajes de Marius a Ella porque estás celosa”.

“Lamentablemente, ni siquiera puedo negarlo porque no tengo forma de probar que es mentira. Me siento impotente, pero por favor, créame que nada de eso es verdad”, le dije. Sentí pena por Ella y, de haber sido posible, con mucho gusto habría cambiado de trabajo con ella para probarle que ni Marius ni yo sentíamos ninguna atracción por el otro. Él solamente nos daba consuelo y esperanzas con las buenas noticias, que yo siempre compartía en el consultorio. Nunca dejé de transmitir los mensajes.

La capa gruesa de nieve comenzó a derretirse. En el bosque de pinos que veíamos por una ventanita, comenzaron a aparecer los techos rojos de las casas. El paisaje era maravilloso; parecía una tarjeta navideña. Una mañana, en el camino que llevaba a esas casas, vimos que soldados cansados marchaban con esfuerzo hacia el pequeño pueblo. Dos semanas más tarde, nos llamaron para un Zellappel (el acto de tomar lista) especial y el comandante del campo nos comunicó que a partir del día siguiente seríamos libres y que quería entregarnos, a nosotros y los prisioneros franceses, de manera segura a las autoridades de la resistencia. Ellos se harían cargo de nosotros. Se armó un gran alboroto e irrumpimos en el patio donde ya estaban esperándonos los prisioneros de guerra franceses. Inmediatamente nos mezclamos con ellos. El comandante desapareció. Yo me paré junto a la cerca para esperar a Marius, darle la mano y decirle cuán agradecida estaba por su ayuda y que siempre lo consideraría mi amigo. Lo vi. Voló hacia mí y cuando estaba cerca, dos brazos se abrieron a mis espaldas y al siguiente minuto, Marius y Ella estaban a mi lado, abrazándose, sin prestar la menor atención al mundo que los rodeaba.

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