4 de Marzo de 2009
Erika Eckstut habla de las dificultades y los peligros de la vida en el ghetto de Czernowitz, que formaba parte de Rumania (en la actualidad, se encuentra en el oeste de Ucrania). Erika era una adolescente aventurera, y su padre hacía todo lo posible por protegerla y darle una educación.
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LA TRANSCRIPCIÓN COMPLETA
ERIKA ECKSTUT:
Dije: “No estaba prestando atención”. Él me preguntó: “¿Por qué no estabas prestando atención?”. Le contesté: “Estaba pensando en un pedazo de pan. Si tuviera un pedazo de pan, sería muy feliz”.
NARRADOR:
Más de sesenta años después del Holocausto, el odio, el antisemitismo y el genocidio todavía amenazan a nuestro mundo. Las historias de vida de los sobrevivientes del Holocausto trascienden las décadas, y nos recuerdan que permanentemente es necesario ser ciudadanos alertas y poner freno a la injusticia, al prejuicio y al odio, en todo momento y en todo lugar.
Esta serie de podcasts presenta fragmentos de entrevistas a sobrevivientes del Holocausto realizadas en el programa público del Museo Conmemorativo del Holocausto de los Estados Unidos llamado En primera persona: conversaciones con sobrevivientes del Holocausto.
En el episodio de hoy, Erika Eckstut habla con el presentador, Bill Benson, de las dificultades y los peligros de la vida en el ghetto de Czernowitz.
BILL BENSON:
Cuéntenos cómo era su vida en el ghetto.
ERIKA ECKSTUT:
Cada vez que describo cómo era la vida en el ghetto, aclaro que decir “mala”, es poco. Era peor que mala; no puedo expresarlo con palabras. No había comida. No había nada para hacer. No había nada para comer.
Era terrible. Mi padre, que creía tanto en hacer lo correcto, en no hacer justicia por mano propia, decidió que en el ghetto teníamos que aprender algo, porque no teníamos comida ni teníamos nada para hacer. Había profesores, maestros, estudiantes; cualquiera podía enseñarnos. Realmente todavía no sabíamos nada, y ellos comenzaron a enseñarnos, junto a mi padre.
Nos enseñaba cosas de la Revolución Francesa, que realmente no me interesaba en lo más mínimo y no prestaba atención. Cuando mi padre me hacía preguntas, nunca sabía qué responder, porque nunca prestaba atención. Mi padre me dijo que le dolía mucho porque yo nunca sabía nada, a lo cual respondí: “No estaba prestando atención”. Él me preguntó: “¿Por qué no estabas prestando atención?”.
Le contesté: “Estaba pensando en un pedazo de pan. Si tuviera un pedazo de pan, sería muy feliz”, y mi padre dijo: “¿Acaso los otros niños no tienen hambre?”. Le respondí: “Quizás no tanto como yo”.
BILL BENSON:
Erika, entonces, en ese lugar, en esas condiciones terribles del ghetto, sin comida, a su padre, que había fundado la escuela hebrea en su ciudad natal y en otras ciudades, todavía le preocupaba darle una educación.
ERIKA ECKSTUT:
Sí. Era lo más importante.
BILL BENSON:
Al ser la “rebelde” que era, no pudo ser retenida por mucho tiempo, y comenzó a hacer incursiones o a salir furtivamente del ghetto.
ERIKA ECKSTUT:
Exactamente.
BILL BENSON:
Cuéntenos cómo fue.
ERIKA ECKSTUT:
Cuando mi padre me dijo que mi actitud le dolía mucho, realmente lo entendí. Y yo tenía mi documento y llevábamos la estrella en el abrigo. Tomé la estrella y el documento, y los dejé donde dormía y salí. No me preocupaba que me detuvieran.
Era rubia (ahora estoy mucho más rubia), pero tenía el cabello realmente rubio, ojos azules y mi lengua materna era el alemán. Entonces me dije: “no me va a pasar nada”. También había escuchado a mi madre decir que mi padre tenía un amigo de cuando él tenía siete u ocho años que se había hecho sacerdote y yo sabía su nombre.
Ahora no lo recuerdo (olvidé muchos nombres), pero en esa época lo sabía, y fui donde las monjas y los curas hacían las compras, y elegí todo lo que creía que nos serviría.
BILL BENSON:
¿Era una tienda donde los curas y las monjas hacían las compras?
ERIKA ECKSTUT:
Sí, curas y monjas. Y cuando tuve que pagar, dije: “Lo va a pagar el padre fulano”. Anotaron el nombre y me preguntaron: “¿Así se escribe?”. Dije: “Sí”. Me dieron los alimentos y regresé. Cuando llegué al ghetto, mi madre se desmayó. Yo no entendía por qué se había desmayado; lo que pasó es que ella pensó que nunca volvería a verme.
Mi padre quería saber cómo había pagado los alimentos, y cuando le dije que su amigo iba a pagar, mi padre dijo: “¿Quién te dijo que tenía un amigo?”. Respondí: “Se lo escuché a mamá; nadie me lo dijo”. Mi padre replicó: “Tendrás que ir a contarle lo que hiciste”.
Dije: “Está bien”. Entonces, al día siguiente, tuve que ir a ver al sacerdote, que no era sacerdote. Era como un ángel. Era tan realmente amable y, cuando le conté lo que había hecho, me dijo: “Debes prometerme que nunca le contarás a nadie cómo haces lo que haces; a nadie”.
Le respondí: “Mi padre lo sabe”. Dijo: “No te preocupes por tu padre. Solo prométeme que no le contarás a nadie”. Y cumplí, porque no le conté a nadie qué ni cómo lo hice.